El Editorial Digital

 

 

 

 

 

20 septiembre 2005

| La degradación del Parlamento |


@ Eugenio Nasarre (www.abc.es)


Zapatero ya dispone del hemiciclo del Congreso adaptado a su visión de la democracia.
Cuando aparezca en la Cámara y se siente en su escaño podrá exhibir, con razón, la mejor de sus sonrisas. Probablemente dirigirá una mirada agradecida al presidente del Congreso, como diciendo: «Has hecho una buena obra».
El presidente del Congreso, en efecto, se ha esmerado. Ha puesto patas arriba la parte noble del Palacio del Congreso durante todo el verano, para poder estrenar un flamante hemiciclo apropiado a la era democrática de Zapatero. Claro está, la obra ha costado la friolera de más de mil millones de las antiguas pesetas. Pero merecía la pena. Porque, a la postre, quienes consideramos tal obra un despilfarro intolerable y, por ello, estamos indignados, no somos más que unos trasnochados, anclados en la clásica democracia parlamentaria, y, por ello, queremos que el Parlamento siga siendo, ni más ni menos, lo que hasta ahora ha sido y ha significado: el templo de la palabra y del diálogo político racional.
La transformación de la Cámara incluye dos novedades. Cada una tiene su significado y la combinación de ambas produce un nuevo escenario, que supone una degradación de la vida parlamentaria.
La primera es la instalación de ordenadores en los pupitres de los diputados. La lógica conduce a pensar que, si se instalan, no es como mero adorno sino para ser utilizados durante las sesiones. Hasta ahora los diputados disponíamos en nuestros despachos de un ordenador, con el que podíamos trabajar. Cuando nos concernía o nos interesaba un debate, acudíamos al hemiciclo para escuchar a los oradores y participar, de uno u otro modo, en él (con nuestras intervenciones, nuestro silencio, nuestros murmullos o incluso nuestras exclamaciones que, con la pulcritud de la luz y taquígrafos aparecen recogidas en el Diario de Sesiones).
Ahora, el hemiciclo podrá convertirse (en el mejor de los casos) en una gran sala de trabajo, en la que muchos están a lo suyo y unos cuantos extravagantes peroran sucesivamente desde la tribuna. En el fondo, se trata de una concepción de los debates como monólogos no dirigidos a la Cámara sino... a las cámaras, es decir, a las televisiones. Quien ha concebido esta transformación del hemiciclo, desde luego, tiene muy poco aprecio a la democracia parlamentaria. Acaso la considera una antigualla.
Pero la segunda novedad es más grave que la primera y da pleno sentido a todo el cambio. Consiste en la instalación de dos pantallas gigantes en el frontispicio del hemiciclo, al lado de dos venerables cuadros históricos, para poder seguir televisivamente lo que sucede durante las sesiones. Quien conoce el abc de lo que es la televisión sabe que es imposible hacer una retransmisión absolutamente imparcial y objetiva. La retransmisión es el relato televisivo de un acontecimiento desde un punto de vista, desde una perspectiva. Siempre tiene algo subjetivo. El realizador tiene que decidir cuándo ofrece un primer plano (el presidente del Gobierno sonriendo, por ejemplo, o el sr. Marín recriminando a un diputado díscolo) o cuándo ofrece un plano general. Él decide (no puede actuar de otro modo) qué es aquello que considera más interesante entre lo que está sucediendo en el hemiciclo.
Los efectos de la instalación de estas pantallas gigantes en el hemiciclo son perversos para la vida parlamentaria. El debate se convierte en un espectáculo televisivo. Es algo así como estar en «Gran Hermano». El propio diputado, al seguir, sentado en su escaño, el debate a través de la gran pantalla, ya no está en un lugar físico determinado (un hemiciclo) en el que percibe a sus colegas en su dimensión natural, tal como son, a la distancia real desde la posición en la que los ve, sino que los contempla transfigurados en imágenes, con unos planos cortos en los que el rostro queda agigantado, y cualquier detalle queda perfectamente reflejado. La sonrisa de Zapatero, por ejemplo, deviene algo inmenso y hasta sobrecogedor. La Cámara se convierte, así, en algo virtual.
Mas hay algo que está detrás de este nuevo espectáculo. Y es el triunfo del realizador al que se le concede el poder de dirigir los debates de la Cámara, porque él es el que determina lo que tiene que aparecer en la pantalla. No tengo la menor duda de que este nuevo poder reduce mi libertad, aunque no sea consciente de ello. Porque me está indicando en quién debo fijarme, en qué debo centrar mi atención. Es más: me facilita esta tarea y hace que, siguiendo la sesión a través de la gran pantalla, esté más confortable, porque estoy realizando un menor esfuerzo.
No nos engañemos. Que nuestros ciudadanos no se engañen. Estos cambios en la vida parlamentaria no son inocentes. Prefiguran una degradada democracia mediática, hacia la que suavemente se nos quiere conducir, en la que lo real es sustituido por lo virtual. Yo sé que, si me someto a lo que me indica este cambio, ejerceré mis tareas parlamentarias con menos libertad.
Por ello he decidido no abrir nunca el ordenador de mi pupitre. El mío, al menos, va a ser un total despilfarro. Pero evitar la pantalla gigante es algo más difícil. Necesitaría ponerme una venda en los ojos. Por eso pido, en defensa de mi libertad y la de mis electores, así como de la democracia parlamentaria, que las dos grandes pantallas sean retiradas inmediatamente.


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